RELATOS: "COSTUMBRES" (CRÓNICAS ANÓMALAS)
La práctica de depositar ofrendas florales en las tumbas de mis familiares fallecidos quedó durante un tiempo apagada, concretamente después de la muerte de mi madre. Me pareció que todo era inútil. Sentí que las flores no iban a devolvérmela, que las visitas al cementerio me hacían daño, que el simple hecho de recordar los buenos momentos pasados junto a ella me rompían por dentro. Mi hermano siempre me decía lo contrario, que ir de vez en cuando a visitar su sepulcro quizá me sirviera para sentirme mejor, pero yo me resistía a dar ese paso. Así transcurrieron veinte largos años en los que no asistí ni siquiera a exequias de otros familiares que fueron falleciendo, tal era mi aversión por cualquier entorno funerario.
Llegó un momento, como probablemente nos sucede a todos, en el que recuperé las fuerzas para afrontar la ausencia de mi madre. Dicen que el tiempo lo cura todo. Yo no me sentía curada, pero un día, no sé cómo ni por qué, me apeteció volver a depositar flores en su tumba. Me presenté en el cementerio. Al ver de nuevo el enorme portalón me sentí tonta e irracional. Se me disiparon casi por completo las ganas de entrar. Era noviembre, las temperaturas habían descendido y yo sentía un frío brumoso muy adentro y no me apetecía recorrer un espacio lleno de cuerpos resecos y olvidados para darme a mi misma la impresión errónea de que realmente homenajeaba la memoria de mi madre, veinte años después. Quise escapar y fingir que no había muertos. De repente recordé que no recordaba cómo había llegado hasta allí.
El interior del cementerio me resultó completamente ajeno. Todo era distinto. Pensé que en veinte años, quizá era lógico que hubiese sufrido tantos cambios. Recordé que la tumba de mi madre estaba hacia la derecha, en el pasillo 16-A. Quise comprobar que las flores que llevaba estaban en orden y bien sujetas en pero de pronto me di cuenta de que no llevaba flores, seguramente las había dejado atrás, pero ¿dónde? No supe qué hacer exactamente y, dando un largo suspiro, me dispuse a la visita. Percibí que una niebla leve e intocable rondaba los sepulcros.
Llegué al pasillo 16-A, que ya no parecía ser el pasillo 16-A, o que ya no tenía rótulo. En el lugar donde debería haber estado la tumba de mi madre había solo una lápida de piedra tosca, en cuya parte frontal había una inscripción que no pude leer. ¿Dónde estaba el sepulcro original? Mi hermano y yo nos habíamos endeudado para ponerle una lápida decente con su nombre y el de mi padre, que también yacía allí. Y ahora solo estaba aquel túmulo y aquella leyenda ilegible. ¿Qué demonios sucedía? O bien me había equivocado, o la habían trasladado de sitio, o…
Reparé en que la niebla había aumentado y lo que más me sorprendió fue percatarme de forma súbita de que no había nadie más en el cementerio. Solo tumbas, solo muertos, solo yo. Y aquel efluvio glacial que surgía de Dios sabía dónde. Miré a lo lejos. La niebla ya no solo parecía aumentar por momentos, sino que tenía la clara intención de cernirse sobre mí. Y qué frío hacía. Mandé a la mierda a mi madre y a todos mis muertos, emprendí el regreso hacia la puerta de salida. Tenía que abandonar aquella especie de orbe irreal al que había ido a parar después de veinte años de no visitar el cementerio. Pensé que debía de estar volviéndome completamente loca.
Al pie de la escalinata que conducía por fin al umbral de mi libertad, de mi sosiego, de mi lucidez, me aguardaba aún una última sorpresa, o alucinación, o fantasía. Se trataba de una anciana, bastante consumida, totalmente vestida de negro y que parecía habitar la nada. Su cara me pareció familiar, pero tampoco supe reconocerla. Me miró. Sonrió. La niebla ya reinaba a su alrededor y lo que es peor, a mi alrededor.
Corrí, o creo que corrí, en busca de mi coche. No pude evitar mirar atrás, como la mujer de Lot. La anciana vestida de negro andaba entre las tumbas. Es un alma en pena, pensé. La mandé a la mierda también a ella, como si pronunciara un conjuro, y quise sacar las llaves de mi coche. Pero no las encontré. Llegué a mi casa, tampoco supe cómo lo hice. Entré y cerré detrás de mí la puerta, una puerta a un pasado que no quería o que no podía recordar más. Me estaba volviendo loca, decididamente.
Desde entonces ya no he vuelto al cementerio. No le he contado a nadie lo que me pasó aquel día de otoño. La verdad es que tampoco tengo a quién contárselo. Permanezco aquí, en casa, y el tiempo parece haberse detenido. Ya no pagaré ese tributo largamente debido. Los muebles se cubren de polvo, como las tumbas. Creo que los he limpiado hace poco, pero la capa de abandono no se va. Siento que he olvidado a mis muertos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte vengo notando que ellos no me han olvidado a mí. Los siento presentes, es como si me abrazaran, como si me consolaran. Y aquella anciana que vuelve, vestida de negro, en sueños. Llueve con intensidad, siempre, y el tiempo es blanco; qué expresión tan absurda. No sé cómo hacer para mirar por la ventana. Los vivos sí parecen haberme olvidado. No recuerdo haber comido nada. Y aquella anciana vestida de negro que vuelve en sueños. Me estoy volviendo loca. Ni una visita, ni una llamada. Da igual, ya es costumbre. A veces pienso que me dan por muerta. Y aquella anciana que vuelve en sueños vestida de negro.
PABLO CABRERA 2023
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