RELATOS: "LA TORMENTA" (CRÓNICAS ANÓMALAS).



Un blanco y violento manto de invierno se extendía como una compacta crema nívea sobre la vasta extensión que se divisaba desde la ventana de aquella apartada cabaña que se me había ocurrido elegir como refugio. Solo me quedaban dos tristes troncos para alimentar la chimenea y un bote de miel de caña para sustentar apenas mi maltrecho organismo. Era enero, ya llevaba diez días allí y la tormenta seguía golpeando, como una impetuosa mujer sin manos, en el tejado, en las paredes, en los cristales, y también en los pulmones, en el estómago y en el cerebro. Estaba obligado a buscar la manera de mantener encendidos los rescoldos de aquel hogar que se había convertido en mi única esperanza ante la acometividad de los elementos.

Por desgracia, usar las prendas de abrigo como combustible era salir del fuego para caer en las brasas (¡ojalá!). Arrancar trozos de madera suponía condenarme a un descenso más que peligroso de la temperatura del interior. Solo me quedaba una solución: los libros.

Cuando escogí, al azar, el primero, una novela sobre la vida de María Lejárraga, sentí una terrible desolación. Yo, lector empedernido, que había sido capaz de renunciar al final de “El que acecha en el umbral”, de Lovecraft, para volver a leerlo una y mil veces como si se tratase de la primera, me veía conminado a lanzar al fuego uno de esos templos de la sabiduría, uno de esos amigos en apariencia silenciosos, pero que hablan al corazón con las voces y las luces de otros tiempos y de otras almas.

Una a una fui arrancando las páginas ya enmohecidas de aquel ejemplar y arrojándolas a ese destino ardiente que convenía a mi necesidad de supervivencia. A aquel heroico volumen le siguieron “En busca del tiempo perdido”, “La montaña mágica” y parte de “El ruido y la furia”. Cuando solo me quedaban entre las manos unas pocas páginas de este último, comencé a sentirme como uno de aquellos fanáticos que en la década de los treinta del siglo XX, en un país que vio nacer a lo largo de la historia a grandes nombres de la literatura como Gotthold Ephraim Lessing, Heinrich Heine o Johann Wolfgang von Goethe, lanzaban a solemnes e impías piras los libros que consideraban, según su estrechez de miras, perversos. Entonces decidí que no quemaría más libros. Moriría leyendo, si era necesario. Me pareció incluso romántico que alguien encontrara mi cadáver helado con un libro entre las manos quebradizas y una sonrisa beatífica en mis labios vidriosos.

Tomé ceremoniosamente de uno de aquellos viejos anaqueles un volumen de tapas verdes. Era “Grandes Esperanzas”, de Charles Dickens, en una edición de 1962, el año en que nací. Me pareció que la causalidad me había enviado un mensaje confortador por medio de ese título.

No es necesario alargar la historia. Me rescató, un día después, una patrulla de esquiadores de montaña, unos profesionales muy eficientes que me pusieron a salvo de aquella terrible inclemencia. Ya en casa, a las pocas semanas, decidí montar una librería, modesta, acogedora; lo hice a fin de redimirme, de expiar mis cuitas, de reparar las atrocidades perpetradas. Sin embargo, el auge de los libros electrónicos y dispositivos similares me abocó a un paulatino declive económico, social y personal. Pienso muchas veces que debí haber muerto allí, en aquella vieja cabaña, con el espíritu exaltado y el cuerpo aterido. La literatura me lo habría agradecido. Y sobre todo, no tendría esas espantosas visiones nocturnas en las que Faulkner, Mann y Proust danzan a mi alrededor semidesnudos, haciéndome, medio furibundos, medio deleitados, innúmeras peinetas.

© PABLO CABRERA 2022


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