RELATOS: "BAILAR COMO UN TONTO" (2025, INÉDITO)



BAILAR COMO UN TONTO

Afeitado pulcro, ducha purificadora, elección apropiada de camisa, designación de chaqueta a juego, deliberación sobre pantalón armónico y remate de perfume favorecedor, además del consabido ensayo frente a un espejo que ya rezuma hastío de una sonrisa que luego no sabré cómo utilizar. Lo cierto es que desde hace ya demasiados años, cada noche de viernes repito la liturgia de ornamentarme con este inútil esmero.

Las luces sicodélicas, como enemigas refulgentes, me abofetean sin que nadie se percate. El repiqueteo monótono de la música, que se desliza como una serpiente incansable por las paredes y el parquet, me percute el estómago. Cientos de copas brillan en cientos de manos o detrás de cientos de sonrisas embusteras, y los desconocidos parecen rebosar de secretos y exudar técnicas infalibles. Yo me allego a la barra, pido lo de siempre, hago las muecas dúctiles de siempre y deambulo por la estancia copa en mano, buscando un rincón visible pero no demasiado expuesto, como si existiera el lugar exacto en el que alguien —ella, y no cualquier ella— advirtiera mi presencia e interpretara en mis aturdidos movimientos una muda invitación.

Los más atrevidos prosperan sin complejos. Las parejas se forman y se disuelven como burbujas fugaces. Yo, una vez más en el centro de la pista, me agito con esa torpeza que no muestra pasión, ni gusto por la música, ni sentido del ritmo; solo una voluntad inquebrantable de no parecer más solo de lo que en realidad estoy. Un simulacro de baile apetecido. Una representación de que la copa asida en mi mano, burdo simulacro de grillete, es un accesorio festivo y alegre. Un deseo febril de que no se trasluzca la máscara absurda y pueril que no dejan de ser mis ojos, peritos en miradas sesgadas.

Cuando el ritmo cambia y no hay nadie junto a mí, me denuncio ante mí mismo, mi peor juez, escabulléndome de la mirada ajena, simulando un nuevo interés por la barra, por una nueva copa de néctar engañoso, acopiando apenas a ras de espíritu el eco de otra oportunidad perdida. Me repito cada viernes, en bucle, a ráfagas, que hoy sí. Que esta noche, me prometo, voy a cruzar la pista, voy a franquear la linde incorpórea de la timidez y del acerado sentido del ridículo, y que voy a solicitarle a alguien —a ella, no a una ella cualquiera— que baile conmigo. Y así cada madrugada de viernes reinterpreto mi cansino rol: bailar solo entre la muchedumbre, solo en medio de la pista sobreabundante de gente, bailar como un tonto, solo y metamorfoseado en mi propia ironía recurrente, perfectamente predecible, extrañamente irrenunciable. 

Algunas noches —¡qué genialidad la mía!— invento excusas prodigiosas y reiterativas para justificar mi cobardía: la música no acompaña, hay demasiada gente, nadie baila bien estas canciones… Otras veces, ni siquiera eso. Me limito a esperar la última llamada del DJ como quien aguarda un milagro improbable.

Libre al fin, regreso a mi guarida cuando ya las incipientes luces del alba rivalizan por invitar a la noche a desvanecerse. No llevo conmigo ni un atisbo de gloria. Maquinalmente transito mi ruta de retorno, envuelto en el cansancio viscoso de alguien que ha arado mucho para no recolectar absolutamente nada. Me deshago el nudo de la corbata y me tumbo en la cama a las tantas, y sueño, en eso soy un experto, con pistas de baile vacías o con versiones mejores de mí mismo, menos estúpidas, más audaces.

Desayuno tarde. Saboreo la resaca de una esperanza baldía. Y mientras deambulo por la casa como un sonámbulo y siento el gusanillo de la nueva  oportunidad que me aguarda, escucho una vez más aquellas palabras piadosas procedentes de la vieja mecedora:

—“El próximo viernes te irá mejor, hijo mío”.

Dios la tenga en su Gloria. Ahora solo queda aguardar la nueva ocasión. Entretanto, me basta con acariciar, con sostener entre las manos esta afilada promesa de acero y nácar. 



© PABLO CABRERA 2025

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